Hasta mañana si Dios quiere.

 
 

Por Jorge-Mauro De Pedro

...y otra película que merece la pena reivindicar. Dejémonos de llantos por el cine que fue y ya no será, por el clasicismo exhumado, por el modernismo enterrado. Cinematografías limítrofes (¿qué coño querrá decir eso?) nos demuestran una y otra vez que el movimiento se demuestra andando, que se puede, que se debe hacer cine esencial, a salvo de barreras presupuestarias y victimismos patrióticos. Un cine plagado de referencias, sí. Un cine que demuestra que sus autores conocen el trabajo de otros y que edifican, a partir del mismo, su propia cosmogonía. Elogio del trípode y la cámara inmóvil, cercanía inmensa del plano fijo.

Recién acabada la proyección y en desordenado tropel, tres películas han venido a mi memoria: Las horas del día de Jaime Rosales, El séptimo continente de Michael Haneke y La chica de la fábrica de cerillas de Aki Kaurismäki. El tercer "parecido razonable" no tiene mucho mérito: son los propios directores los que se declaran incondicionales del escandinavo y su fórmula trágico-cómica. De las dos primeras apuntadas, Whisky heredaría la repetición, la ritualización del día a día. La silenciosa desesperación de quitar el candado, volver a alzar la puerta metálica, encender las luces, poner en marcha la máquina, esperar un té caliente y tratar de arreglar el carrete de una persiana que nos obliga a trabajar entre tinieblas.

Marta (Mirella Pascual, alter ego de la impasible Kati Outinen), acude cada día a su trabajo de mierda. Eso de "de mierda" es una apreciación mía que a buen seguro ella no compartiría, pues parece tomarse muy en serio su tarea, como todos los que nunca han reflexionado en profundidad sobre aquello que hacen (o quizás haya llegado a la conclusión de que la opción menos dolosa es rebotar de madrugada en madrugada, con los sentidos abotagados). Valora a su manera esa dejación de responsabilidades, esa confianza total que don Jacobo parece haber depositado en ella. Así pues, la verán llegar ustedes siempre la primera, aguardando pacientemente y en la compañía de su walkman que aparezca el jefe para alzar el telón de otra insustancial jornada.

Jacobo, el jefe. Créanme que tampoco es el típico mandamás al que uno puede odiar abiertamente sin conflictos de conciencia. Un hombre que sostiene por inercia el antiguo negocio familiar, sin la iniciativa suficiente para arriesgar, para emigrar, para bajarse del tren. ¿O serán sólo las apariencias? Un personaje que se nos presenta arrancando el motor de su carro a la tercera intentona, acostumbrado a jugar con el starter de la vida, a punto siempre de ahogarlo. Delicado equilibrio...

Ahí tenemos a Marta, meticulosa, conocedora de sus atribuciones y obligaciones. Solícita, respetando siempre las formas, con un "permiso" lanzado "por si acaso" antes de penetrar en cualquier habitación. Conocedora de los gustos del patrón. Velando por sus intereses, encargada de comprobar que las empleadas no sisen el material, no se lleven a la calle algún motivo de alegría. Y tripulante, a la vuelta, de un autobús nocturno colmatado de gentes con la mirada perdida.

Un tercer personaje entrará en liza. El hermano de Jacobo, Herman. Un hijo pródigo que tuvo la suficiente inteligencia de no volver. Ni cuando la matriarca agonizaba, ni cuando la vergüenza apremiaba. Pero ahora está aquí con una excusa pasajera y con la inexcusable intención de sincerarse, de hacerse perdonar algo.

Para mantener una impostura que no sabemos muy bien a qué retorcido proceso mental responde, empresario y empleada se verán impelidos a pasar durante un tiempo por marido y mujer. A convivir, a aparcar unas soledades donde cualquier palabra está de más, demasiado acostumbrados a no recibir visitas, a no pedir el salero por favor. Veinte años trabajando juntos. Y de repente, cuatro días durmiendo en la misma habitación, no necesariamente en la misma cama.

Descubrimos al Jacobo de las frustraciones encubiertas, del rencor amagado. El que se transforma en un energúmeno espectador futbolero. O el que se apasiona en una sala de juegos, ante la novedosa posibilidad de... poder ganar. Un tipo peculiar, demasiado acostumbrado a hacer economías con lo suyo, a no tener delicadezas con nadie. Un misántropo sin propósito de enmienda.

Marta también alberga un rincón para los sueños. No ha olvidado que el color rojo le sentaba bien, que el mejor modo de aparentar discreción es hablar poco, aunque siga abusando del adjetivo "precioso". En este fin de semana adolescente en una localidad costera fuera de temporada alta, disfrutará de una luna de miel imposible con los Köller, judíos sin patria que nunca visitaron las cataratas. Y mira que son... "preciosas".

Herman quiere hacer olvidar su permanente ausencia con chistes sin gracia, con karaoke, chapuzones en la piscina climatizada y un fajo de billetes. No sabemos muy bien si es conocedor de su papel de celestino, de galán torpe que quizás haga despertar en su hermano unas sensaciones hasta ahora inéditas, o incapaces de ser reconocidas por un hombre ensimismado en sus medias y calcetines sin color (en fuerte contraste con los de su Abel particular, al que los negocios parecen haberle ido algo mejor).

Incluso en la más realista de las historias debe de haber un espacio para la fuga, para el azar. Para la magia y la esperanza. Aquí la esperanza es el número 24 y la magia la pone una ruleta sólo apta para perdedores.

El otro día un colega definió con bastante precisión la manera que tengo de escribir sobre cine, de maltratar este invento, si me entienden. Efectivamente, se habrán dado cuenta: rehuyo conscientemente el análisis estrictamente cinematográfico. ¿Por qué? Pues porque carezco de elementos de juicio para decir qué hace buena una actuación -y a pesar de ello, ¡maldito bocazas!, me sigo empeñando en decir la mía- , qué lente utiliza el director de fotografía, el nombre de la cámara que trota por el campo, el anglófilo epíteto que debe de definir ese mismo movimiento... pero, por encima de todo, porque no me importa lo más mínimo. Escribir de cine se convierte, nuevamente, es una excusa para escribir de la vida.

El milagro se produce cuando una historia concluye y tu deseas continuarla, hacerla tuya.

Yo me imagino a Marta abriendo el regalo, ese paquete mal envuelto con el que Jacobo parece haberla despedido de su casa con premura, concluida su labor de consorte de quita y pon. ¿Habrá tomado una decisión? ¿Se concederá una oportunidad con sabor brasileño?

Y a Jacobo supeditando la sintonía de la radio a su aparición, seguro de que -aunque con retardo-, hoy volverá a verla. Incapacitado para la emoción, estéril para la pasión. Pero acostumbrado a ella, a su descanso para echar un cigarrillo, a su "permiso", a sus ojeras, su distante familiaridad. Y sabedor de que su gesto final -sublime y algo quijotesco- lo emparenta con el bueno de Humphrey, atontado en el hangar, viendo como despega el avión con todo aquello que quiso en este mundo.

Posemos para la foto, sonriamos algo forzados. Cojamos del brazo a quien tengamos más a mano, sin preguntarnos si se sentirá o no importunado. Miren al pajarito, ese que nunca sale y vocalicen conmigo: W-H-I-S-K-Y-Y-Y.

Mucho mejor, ¿verdad?