Por
Estela Schindel *
Fotos de Mario Burbano
Al menos desde que el escritor Robert Musil
advirtió que no hay nada más invisible que
un monumento las acciones destinadas a inscribir la memoria
colectiva en el ámbito público
deben asumir esa condición paradojal de los memoriales.
Destinada a la conmemoración y el recuerdo, la fijación
de las memorias en el espacio lleva consigo el riesgo de
su normalización y su olvido. La velocidad y la indolencia
propias de la vida en la metrópolis conspiran contra
una experiencia activa y cotidiana de la memoria. Y sin
embargo, sus habitantes precisan registrar en las ciudades
los dolores pasados a fin de reconocerse en el paisaje del
presente. ¿Cómo inscribir las huellas del
sufrimiento en la superficie dura de la ciudad? ¿Cómo
aunar el cuidado a los sobrevivientes y el respeto a los
muertos con un compromiso alerta hacia los vivos? ¿Pueden
conciliarse el cemento y la sensibilidad?
En Berlín y en Buenos Aires preguntas
como éstas han rodeado a las iniciativas y discusiones
dedicadas a la memoria de los traumas colectivos y los modos
de señalarla en el rostro de la ciudad. El totalitarismo,
el genocidio y la persecución política que
se adueñaron del escenario urbano dejaron su huella
y herida en él. ¿Cómo señalarlas?
¿Quién debe honrar la memoria de las víctimas?
¿Los deudos, el Estado, la sociedad toda? ¿Pueden
separarse estas cuestiones de un uso pleno y participativo
del espacio de la ciudad?
I. Monumentos
En Alemania, la decisión de construir
un gran memorial nacional en recuerdo a los judíos
europeos asesinados implicó un modo de incluir la
asunción de la catástrofe en el corazón
de la nueva capital. La llamada república berlinesa
asumía así visiblemente la responsablidad
del genocidio en el mapa de la capital renacida y la situaba
en el centro de su vida política, junto con los símbolos
y representaciones del nuevo gobierno. A pocos metros de
la emblemática Puerta de Brandenburgo, la ubicación
del Mahnmal debía hablar de la centralidad de ese
legado en el presente alemán. A medida que avanza,
sin embargo, su construcción despliega nuevas perplejidades.
¿Quiénes deben intervenir en la financiación
del monumento? ¿Puede participar en la obra una empresa
vinculada a la firma que proveyó el gas letal a los
campos de exterminio nazis? ¿A quién se dirige
el memorial? Los debates que genera la obra en cada etapa,
mientras continúna, promueven la reflexión
y abonan acaso la idea de quienes creen que el mejor monumento
consiste en discutir, perpetuamente, acerca de cómo
recordar.
Las preguntas por los auspiciantes “legítimos”
de la memoria y la definición de las víctimas
también surgieron en Buenos Aires ante la construcción
de un Parque y un Monumento en recuerdo de los desaparecidos
y asesinados por el terrorismo de Estado. Junto al río
donde fueron arrojados miles de víctimas de la represión
ilegal, una colina artificial, un grupo de esculturas y
un muro con sus nombres servirá de recuerdo de los
ausentes sin tumba. Allí hubo objeciones a la participación
en la obra del Estado por quienes aún lo creen cómplice,
hubo voces que advirtieron del riesgo de confinar la memoria
en un sitio apartado de la ciudad y hubo problemas al definir
con precisión quién está muerto y quién
desaparecido y al registrar víctimas cuyo listado
continúa incompleto.
De distintas formas y con distintos acentos,
en las capitales alemana y argentina debieron formularse
preguntas similares: ¿quién debe erigir un
monumento? ¿ para recordar a quién? ¿Quién
o qué puede otorgarles sentido? Ambos proyectos,
actualmente en construcción, hablan de ciudades comprometidas
con su pasado más sombrío y también
de los desafíos de la memoria en las metrópolis
contemporáneas. Las resoluciones artísticas
de uno y otro son divergentes. El imponente conjunto de
bloques de cemento concebido por el arquitecto Peter Eisenmann
para Berlín apuesta a ganar su fuerza expresiva del
silencio y la sensación física de opresión;
en Buenos Aires, las esculturas propuestas para acompañar
el Parque de la Memoria abundan en mensajes literales, imágenes
figurativas y citas explícitas que pueblan el de
por sí connotado paisaje junto al río. Como
en el Mahnmal berlinés, el mensaje de la obra sólo
estará completo cuando la recorran los visitantes,
quienes con su uso deberán imprimirle un sentido.
II. Testimonios
Los monumentos diseñados para evocar
el pasado de horror mantienen a la vez una tensión
con los sitios reales que albergaron ese horror y, velados
o visibles, siguen diseminados en el tejido de la ciudad.
Ellos son testimonio directo y evidencia de esos crímenes.
Su presencia alecciona tanto como incomoda. ¿Qué
hacer con ellos?
En Berlín, el dilema acerca de si usar recintos oficiales
del régimen nazi para servir a ministerios actuales
enfrentó a los ciudadanos con las preguntas por la
culpa adosada a esos edificios. Construcciones que aúnan
destreza arquitectónica con la connotación
totalitaria del régimen criminal, como el aeropuerto
de Tempelhof y el estadio de Olympia, son objetos de uso
cotidiano y testigos de la historia que interpelan en silencio
al peatón. ¿Cómo usar esos edificios
malditos? ¿Están los sentidos atados a la
arquitectura o pueden resignificarse mediante la apropiación
simbólica del espacio? Esta idea animó a quienes
promueven consagrar a la memoria la Escuela de Mecánica
de la Armada (ESMA), donde funcionó un centro ilegal
de torturas durante la última dictadura argentina.
Los gestores, que vieron cumplirse su aspiración
cuando el presidente Néstor Kirchner cedió
el predio para la construcción de un Museo del Nunca
Más, encaran ahora la dificultad de encontrar un
consenso respecto a qué narrar en su interior. Emplazada
en una de las principales avenidas de la ciudad, la ESMA,
también llamada el “Auschwitz argentino”,
es conocida por haber ocultado tras su majestuosa fachada
un submundo de terror. Otros sitios de la violencia estatal
clandestina, en cambio, permanecen ocultos y disimulados
en la superficie urbana y van siendo lentamente señalados
y, literalmente, desenterrados. Es el caso del Club Atlético,
un antiguo centro de tortura que fue demolido y aplastado
bajo una autopista y ahora es lentamente excavado y estudiado
en una curiosa arqueología del pasado reciente.
También la Topografía del Terror,
sobre las ruinas del cuartel central de la Gestapo, expone
como una víscera abierta el esqueleto de la estructura
nazi en el centro de Berlín. Como en el Club Atlético,
sucesivas capas de historia habían ido acumulándose
por efecto del tiempo y la indiferencia. Como en Buenos
Aires, el destino de estos centros es incierto y difícil.
Experiencias como la del Centro de Documentación
de la Casa de la Conferencia de Wannsee, que convirtió
al nido del genocidio nazi en un ámbito de aprendizaje,
dan cuenta no sólo de la fuerza testimonial sino
también de la potencialidad didáctica de esos
espacios. ¿Pero quién asume, política
y financieramente, los costos de la memoria?
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Topografía del Terror
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III. Prácticas
En las capitales argentina y alemana la historia
sigue latiendo. Bombas y bunkers se descubren en Berlín
y antiguos centros de tortura de la dictadura se revelan
en el mapa porteño del terror. Éstos son relevados
y señalados, en ocasiones, por los mismos vecinos.
Mediante la “marcación” de lugares, su
apropiación física, emocional o simbólica,
las memorias locales dan también respuesta a la pregunta
de qué hacer con las huellas del terror. Actores
colectivos expresan así su versión de la historia
y enlazan las memorias nacionales, grupales e individuales.
Placas y monumentos en sindicatos, universidades y escuelas
de Buenos Aires otorgan esa dimensión local al recuerdo
e inscriben su sentido en los lugares de paso habitual.
En Berlín, la “pared de espejo” erigida
por habitantes del barrio de Steglitz incorpora al reflejo
los nombres de sus vecinos judíos; los breves carteles
del Bayerisches Viertelcon fragmentos de las leyes racistas
de Nürnberg introducen la dimensión cotidiana
de la persecución en sitios familiares; adoquines
de bronce insertos en veredas de toda la ciudad incitan
al peatón a “tropezarse” con los nombres
de quienes vivieron allí antes de ser deportados;
en Neukölln, una proyección silenciosa ilumina
sobre la acera la historia de una cárcel local. La
intensidad de estas intervenciones reside en su capacidad
de suscitar la memoria en un ámbito de uso diario.
Como micromemorias dispersas en la ciudad, interrumpen un
instante la deriva cotidiana e invitan al paseante a detenerse
y reflexionar. En Buenos Aires la demarcación de
los sitios donde ocurrieron las muertes por la represión
de diciembre del 2001, que a poco de sucedidas ostentaban
pequeños monolitos recordando a las víctimas,
junto a dedicatorias y flores, indica un modo de la memoria
espontáneo y directo, más ágil que
los tiempos ralentados de las decisiones políticas.
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Monumento a los judíos
europeos asesinados
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Si en los monumentos, con
su afán definitivo, anida el riesgo de generar un
efecto opuesto al deseado sellando autoritariamente el acceso
al pasado, las iniciativas locales y participativas del
recuerdo amplían el alcance de la memoria proponiendo
una multiplicidad de relatos. Memoria oficial y memorias
locales no se contradicen sino que se complementan, componiendo
un mosaico de sentidos que dialogan entre sí. Las
demarcaciones de la tiranía y la violencia, con sus
muros, vallas y zonas vedadas, se revierten en los modos
afirmativos de adueñarse del espacio y muestran que
la memoria no reside tanto en los edificios como en los
sentidos y afectos asociados a ellos. Un mismo objeto puede
revertirse de significados diversos y hasta opuestos según
el lazo emotivo que se establezca con él y la lectura
política que se proponga. Así la Puerta de
Brandenburgo contrapone su carácter de icono bélico
imperial a los rasgos positivos que adoptó como emblema
de la caída del muro de Berlín y la reunificación
posterior, y ambos sentidos retroceden cuando las polémicas
manifestaciones de los extremistas de derecha la convierten
en una temible reminiscencia de la marcha de las antorchas
nazi. Un espacio cargado de significados superpuestos, como
la Plaza de Mayo en Buenos Aires, adquirió un valor
adicional en el imaginario político argentino por
las madres de desaparecidos que con sus rondas de los jueves
se adueñaron moralmente de él. Su memoria,
como esas marchas, es activa y permanente. Como los “escraches”
que hacen los hijos de desaparecidos ante los domicilios
de ex represores para advertir su presencia a los vecinos,
como las “anti-marchas” que en Berlín
buscan contrarrestar los actos de extrema derecha, estas
prácticas sustituyen el memorial por una disposición
comprometida en el presente. Ellas enseñan que la
mejor memoria es una conciencia alerta y que el recuerdo
puede grabarse en el cemento, pero sólo vive en los
corazones y las mentes de quienes habitan la ciudad.
(En Reader zum Metropolenprojekt Berlin-Buenos
Aires. IAI/Hans Schiler Verlag. Berlin. 2004)
* Estela Schindel
(1968). Estudió Ciencias de la Comunicación
en la Universidad de Buenos Aires y se doctoró en
sociología en la Universidad Libre de Berlín
con una tesis sobre los desaparecidos de la última
dictadura argentina. Se ocupa de temas vinculados a memoria,
estética y globalización. Actualmente enseña
en el Instituto Latinoamericano de la FU Berlin.
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