Un transeúnte literario


Por Fernando Araújo Vélez

En su mesa siempre ha habido dos o tres sillas vacías y una ración extra de café para los visitantes de última hora, que suelen llegar sin tocar el timbre y pueden hablar en alemán, ruso, francés o inglés. Si alguien lo espiara a través de una ventana podría decir que es esquizofrénico, uno de esos locos que no han comprendido aún que los amigos imaginarios desaparecen con la adolescencia. A él todo eso le importa bien poco. A fin de cuentas, su mundo está plagado de ficción y son esos mismos personajes que él crea quienes lo persiguen y le hablan, quienes le discuten porque no les dio la suficiente vida o porque los obligó a actuar en contra de toda lógica.

Igual, los quiere a todos, sin importarle mucho de dónde provienen o cómo surgieron, pues todos tienen algo de él y le son necesarios. “Como decía Novalis, una buena novela debe ser como un jardín inglés, lleno de flores y matas distintas pero uniforme”. Hay días en los que a su mesa también se sientan personajes de otros autores, amores imposibles como la Natasha Rasova de La guerra y la paz, que de tanto seguirlo y atormentarlo logró filtrarse entre sus propias invenciones, o vecinos de otros siglos como el Raskolnikov de Dostoievski, de rostros largos y huesudos como el de él, tan cansados de la injusticia como él, pero mucho más atrevidos. “A mí me duele matar a un personaje mío, me duele muy profundamente, no quiero ni imaginar cómo sería matar a una vieja usurera en la vida real”.

Veinticinco años atrás los teóricos lo etiquetaron como el precursor de la literatura urbana colombiana, pero él jamás encontró aquella etiqueta, ni en el muy bogotano barrio de Santa Teresita, donde nació en 1945 y vivió hasta que se fue a París ni en su casa de Berlín. Ni por su estudio, siempre impecable y ordenado con objetos queridos ni por la sala ni por el comedor ni dentro de los anaqueles de su biblioteca, donde permanecen intactos sus 10 libros publicados como objetos que nunca ha querido volver a repasar. “Lo de las etiquetas es una simple ayuda para comprender épocas y estilos, y en mi novela Los parientes de Ester (1978) hay mucho de urbano, pero el tema es más complejo de lo que se cree, porque lo urbano lo determina el carácter de los personajes, no el lugar, aunque el lugar, la ciudad, hayan sido precisamente los que motivaron los cambios en el comportamiento de los seres humanos”.

Los parientes de Ester surgió de la observación, como todas sus obras, de ese ir por la vida robándoles características a los transeúntes, los vecinos, los amigos y familiares. “Yo tenía la imagen cinematográfica de los personajes, de la estructura de la novela, de todo, sólo me hacía falta escribirla”. Y veía caminar al hombre decadente de todos los días hacia el bus de todos los días con el periódico en el bolsillo del saco, añorando los tiempos idos, y después, en la tarde, lo seguía hasta el café de todos los días en el mismo lugar de siempre y lo escuchaba conversar sobre los mismos asuntos. “Porque los personajes toman vida propia y uno tiene que dejarlos ser, dejarlos hablar y actuar; uno termina siendo simplemente un intermediario”. Cuando comenzó a escribir ya Gregorio Camero existía. “Sí, sí, y ya teníamos largas charlas”.

Con cada uno de sus libros la historia se ha repetido. En el último, Testamento de un hombre de negocios, el hombre de negocios también se le aparecía antes de escribirlo. “Duré mucho tiempo buscando el tono, la nota, pero no encontraba la voz, la verdad fue que me olvidé repentinamente de narrar en tercera persona. Un día los personajes me indicaron que eran ellos quienes debían contar la historia y así fue, así salió”.

Como todos, empezó a escribir casi desde niño porque la realidad no lo terminaba de convencer. Algún poema, un intento de relato, una carta. Luego, ya en la primera adolescencia, los intentos fueron desafíos, “quería saber si yo también era capaz de escribir”. La literatura le fue señalando el camino y las amistades y los amores. “En mi curso había un grupo con marcadas inclinaciones, recuerdo especialmente a un compañero al que le fascinaban Jorge Guillén y Rafael Alberti. Siempre me llamó la atención que un muchachito pudiera comprender a poetas así, a los que uno descubre ya de adulto”.

Al leer las primeras líneas de La guerra y la paz, “¿qué os decía yo, príncipe?”, su vocación, que con los años fue determinación y disciplina de darle todas las mañanas en máquina, a mano o computador, se afianzó. “Soñaba casi todos los días con Natasha y con todos los otros personajes”. Era la señal de que la puerta que había abierto ya no se podría cerrar nunca más. El fuego se hizo lento para que sus historias maduraran, pero al mismo tiempo Luis Fayad vivía con prisas. “La sociedad literaria termina por engullirte, por eso mi vida actual es ideal, lejos de todo y de todos, por allá donde uno no tiene la presión de escribir para un amigo”.

Hoy, allá es el barrio de Kreuzberg, Berlín. Antes fueron París, Estocolmo, Barcelona. Infinidad de ciudades y casas, estudios y sillas vacías. Las paredes pudieron haber cambiado, como el paisaje, pero la rutina no, pues la rutina es la misma en cualquier idioma, y allá o acá comienza con uno de los innumerables paquetes de Pielroja que compra cada vez que viaja a Bogotá. Entonces saca un cigarrillo y lo deja en la mesa del comedor por si acaso, al fin y al cabo ya sabe que a sus contertulios no les gusta el humo del tabaco negro.


Testamento de un hombre de negocios
Luis Fayad
Arango Editores
276 páginas