Esa
mujer
Rodolfo J. Walsh nació en 1927 en
la localidad de Choele-Choel, provincia
de Río Negro, Argentina. Fue escritor,
periodista, traductor y asesor de colecciones.
Su obra recorre especialmente el género
policial, periodístico y testimonial,
con celebradas obras como Operación
Masacre y Quién mató a Rosendo.
Walsh es para muchos el paradigmático
producto de una tensión resuelta:
la establecida entre el intelectual y la
política, la ficción y el
compromiso revolucionario. El 25 de marzo
de 1977 un pelotón especializado
emboscó a Rodolfo Walsh en calles
de Buenos Aires. Walsh, militante revolucionario,
se resistió, hirió y fue herido
a su vez de muerte. Su cuerpo nunca apareció.
El día anterior había escrito
lo que sería su última palabra
pública: la Carta Abierta a la Junta
Militar
Esa mujer
El coronel elogia mi puntualidad:
Es puntual como los alemanes dice.
O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara
ancha, tostada.
He leído sus cosas propone. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky,
me va informando, casualmente, que tiene
veinte años de servicios de informaciones,
que ha estudiado filosofía y letras,
que es un curioso del arte. No subraya nada,
simplemente deja establecido el terreno
en que podemos operar, una zona vagamente
común.
Desde el gran ventanal del décimo
piso se ve la ciudad en el atardecer, las
luces pálidas del río. Desde
aquí es fácil amar, siquiera
momentáneamente, a Buenos Aires.
Pero no es ninguna forma concebible de amor
lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles
que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa.
Aún no es una búsqueda, es
apenas una fantasía: la clase de
fantasía perversa que algunos sospechan
que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos
de ira) iré a buscarla. Ella no significa
nada para mí, y sin embargo iré
tras el misterio de su muerte, detrás
de sus restos que se pudren lentamente en
algún remoto cementerio. Si la encuentro,
frescas altas olas de cólera, miedo
y frustrado amor se alzarán, poderosas
vengativas olas, y por un momento ya no
me sentiré solo, ya no me sentiré
como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles
ampulosos, ornado de marfiles y de bronces,
de platos de Meissen y Cantón. Sonrío
ante el Jongkind falso, el Fígari
dudoso. Pienso en la cara que pondría
si le dijera quién fabrica los Jongkind,
pero en cambio elogio su whisky.
El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo,
con alegría, con superioridad, con
desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras
sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
Esos papeles dice.
Lo miro.
Esa mujer, coronel.
Sonríe.
Todo se encadena filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta
una esquirla en la base. Una lámpara
de cristal está rajada. El coronel,
con los ojos brumosos y sonriendo, habla
de la bomba.
La pusieron en el palier. Creen que yo tengo
la culpa. Si supieran lo que he hecho por
ellos, esos roñosos.
¿Mucho daño? pregunto. Me
importa un carajo.
Bastante. Mi hija. La he puesto en manos
de un psiquiatra. Tiene doce años
dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza,
con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta,
orgullosa, con un rictus de neurosis. Su
desdén queda flotando como una nubecita.
La pobre quedó muy afectada explica
el coronel. Pero a usted no le importa esto.
¡Cómo no me va a importar!...
Oí decir que al capitán N
y al mayor X también les ocurrió
alguna desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
La fantasía popular -dice-. Vea cómo
trabaja. Pero en el fondo no inventan nada.
No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a
mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me ocurre.
Cuénteme cualquier chiste político,
el que quiera, y yo le demostraré
que estaba inventado hace veinte años,
cincuenta años, un siglo. Que se
usó tras la derrota de Sedán,
o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss,
de Badoglio.
-¿Y esto?
La tumba de Tutankamón -dice el coronel-.
Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración
con la mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató
a su mujer.
¿Qué más? dice, haciendo
tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro una madrugada.
La confundió con un ladrón
sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
Pero el capitán N. . .
Tuvo un choque de automóvil, que
lo tiene cualquiera, y más él,
que no ve un caballo ensillado cuando se
pone en pedo.
¿Y usted, coronel?
Lo mío es distinto dice. Me la tienen
jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos
no saben lo que yo hice por ellos. Pero
algún día se va a escribir
la historia. A lo mejor la va a escribir
usted.
Me gustaría.
Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar
bien. No es que me importe quedar bien con
esos roñosos, pero sí ante
la historia, ¿comprende?
Ojalá dependa de mí, coronel.
Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó.
Dejó la bomba en el palier y salió
corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita
de porcelana policromada, una pastora con
un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le falta un bracito.
Derby -dice. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente
tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro
en la cara nocturna, dolorida.
¿Por qué creen que usted tiene
la culpa?
Porque yo la saqué de donde estaba,
eso es cierto, y la llevé donde está
ahora, eso también es cierto. Pero
ellos no saben lo que querían hacer,
esos roñosos no saben nada, y no
saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo,
con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo
ver las cosas con perspectiva histórica.
Yo he leído a Hegel.
¿Qué querían hacer?
Fondearla en el río, tirarla de un
avión, quemarla y arrojar los restos
por el inodoro, diluirla en ácido.
¡Cuanta basura tiene que oír
uno! Este país está cubierto
de basura, uno no sabe de dónde sale
tanta basura, pero estamos todos hasta el
cogote.
Todos, coronel. Porque en el fondo estamos
de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora
de destruir. Habría que romper todo.
-Y orinarle encima.
Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando
alegremente la bomba y la picana. ¡Salud!
-digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal.
Las luces del puerto brillan azul mercurio.
De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles,
arrastrándose lejanas como las voces
de un sueño. El coronel es apenas
la mancha gris de su cara sobre la mancha
blanca de su camisa.
Esa mujer le oigo murmurar. Estaba desnuda
en el ataúd y parecía una
virgen. La piel se le había vuelto
transparente. Se veían las metástasis
del cáncer, como esos dibujitos que
uno hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe. Es duro.
Desnuda dice. Éramos cuatro o cinco
y no queríamos mirarnos. Estaba ese
capitán de navío, y el gallego
que la embalsamó, y no me acuerdo
quién más. Y cuando la sacamos
del ataúd -el coronel se pasa la
mano por la frente, cuando la sacamos, ese
gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro.
La cara del coronel es casi invisible. Sólo
el whisky brilla en su vaso, como un fuego
que se apaga despacio. Por la puerta abierta
del departamento llegan remotos ruidos.
La puerta del ascensor se ha cerrado en
la planta baja, se ha abierto más
cerca. El enorme edificio cuchichea, respira,
gorgotea con sus cañerías,
sus incineradores, sus cocinas, sus chicos,
sus televisores, sus sirvientas, Y ahora
el coronel se ha parado, empuña una
metralleta que no le vi sacar de ninguna
parte, y en puntas de pie camina hacia el
palier, enciende la luz de golpe, mira el
ascético, geométrico, irónico
vacío del palier, del ascensor, de
la escalera, donde no hay absolutamente
nadie y regresa despacio, arrastrando la
metralleta.
Me pareció oír. Esos roñosos
no me van a agarrar descuidado, como la
vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal
ahora. La metralleta ha desaparecido y el
coronel divaga nuevamente sobre aquella
gran escena de su vida.
...se le tiró encima, ese gallego
asqueroso. Estaba enamorado del cadáver,
la tocaba, le manoseaba los pezones. Le
di una trompada, mire -el coronel se mira
los nudillos, que lo tiré contra
la pared. Está todo podrido, no respetan
ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
No.
Mejor. Desde aquí puedo ver la calle.
Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad
se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta
contra un invisible contradictor-. Tuve
que taparle el monte de Venus, le puse una
mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo.
Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra,
¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces "Eso le demuestra",
como un juguete mecánico, sin decir
qué es lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de
ataúd. Llamé a unos obreros
que había por ahí. Figúrese
como se quedaron. Para ellos era una diosa,
qué sé yo las cosas que les
meten en la cabeza, pobre gente.
¿Pobre gente?
Sí, pobre gente.El coronel lucha
contra una escurridiza cólera interior.
Yo también soy argentino.
Yo también, coronel, yo también.
Somos todos argentinos.
Ah, bueno dice.
¿La vieron así?
Sí, ya le dije que esa mujer estaba
desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta.
Con toda la muerte al aire, ¿sabe?
Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva
surrealista, esa frasecita cada vez más
rémova encuadrada en sus líneas
de fuga, y el descenso de la voz manteniendo
una divina proporción o qué.
Yo también me sirvo un whisky.
Para mí no es nada -dice el coronel.
Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas.
Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos
en Polonia, el 39. Yo era agregado militar,
dése cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas
más hombres muertos, pero el resultado
no me da, no me da, no me da... Con un solo
movimiento muscular me pongo sobrio, como
un perro que se sacude el agua.
A mí no me podía sorprender.
Pero ellos...
¿Se impresionaron?
Uno se desmayó. Lo desperté
a bofetadas. Le dije: "Maricón,
¿ésto es lo que hacés
cuando tenés que enterrar a tu reina?
Acordate de San Pedro, que se durmió
cuando lo mataban a Cristo." Después
me agradeció.
Miró la calle. "Coca" dice
el letrero, plata sobre rojo. "Cola"
dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila
inmensa crece, círculo rojo tras
concéntrico círculo rojo,
invadiendo la noche, la ciudad, el mundo.
"Beba".
Beba dice el coronel.
Bebo.
¿Me escucha?
-Lo escucho.
Le cortamos un dedo.
¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la
punta del índice, la demarca con
la uña del pulgar y la alza.
Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
Sabíamos, sí. Las cosas tienen
que ser legales. Era un acto histórico,
¿comprende?
Comprendo.
-La impresión digital no agarra si
el dedo está muerto. Hay que hidratarlo.
Más tarde se lo pegamos.
¿Y?
Era ella. Esa mujer era ella.
¿Muy cambiada?
No, no, usted no me entiende. lgualita.
Parecía que iba a hablar, que iba
a... Lo del dedo es para que todo fuera
legal. El profesor R. controló todo,
hasta le sacó radiografías.
¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo podía hacer
cualquiera. Hacía falta alguien con
autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena,
remota, entrecortada, una campanilla. No
veo entrar a la mujer del coronel, pero
de pronto esta ahí, su voz amarga,
inconquistable.
¿Enciendo?
No.
Teléfono.
Deciles que no estoy.
Desaparece.
Es para putearme explica el coronel-. Me
llaman a cualquier hora. A las tres de la
madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder digo alegremente.
Cambié tres veces el número
del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
¿Qué le dicen?
Que a mi hija le agarre la polio. Que me
van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro
lejano.
Hice una ceremonia, los arengué.
Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer
hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar
como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con
coraje, con exasperación, con grandes
y altas ideas que refluyen sobre él
como grandes y altas olas contra un peñasco
y lo dejan intocado y seco, recortado y
negro, rojo y plata.
La sacamos en un furgón, la tuve
en Viamonte, después en 25 de Mayo,
siempre cuidándola, protegiéndola,
escondiéndola. Me la querían
quitar, hacer algo con ella. La tapé
con una lona, estaba en mi despacho, sobre
un armario, muy alto. Cuando me preguntaban
qué era, les decía que era
el transmisor de Córdoba, la Voz
de la Libertad.
Ya no sé dónde está
el coronel. El reflejo plateado lo busca,
la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez
ambula entre los muebles. El edificio huele
vagamente a sopa en la cocina, colonia en
el baño, pañales en la cuna,
remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador
Orión.
Llueve día por medio dice el coronel-.
Día por medio llueve en un jardín
donde todo se pudre, las rosas, el pino,
el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
¡Está parada! -grita el coronel.
¡La enterré parada, como Facundo,
porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la
mesa. Y por un momento, cuando el resplandor
cárdeno lo baña, creo que
llora, que gruesas lágrimas le resbalan
por la cara.
No me haga caso -dice, se sienta. Estoy
borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
¿Eh? -dice ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio
que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.
¿La sacó usted?
Sí.
-¿Cuántas personas saben?
DOS.
¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
¿Dónde?
No contesta.
Hay que escribirlo, publicarlo.
Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
¡Ahora! me exaspero. ¿No le
preocupa la historia? ¡Yo escribo
la historia, y usted queda bien, bien para
siempre, coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue el momento... usted será
el primero...
No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life.
Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que
quiera.
Se ríe.
¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez
va a preguntarme quién soy, qué
hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que
tendré que volver, o que no volveré
nunca. Mientras mi dedo índice inicia
ya ese infatigable itinerario por los mapas,
uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades.
Mientras sé que ya no me interesa,
y que justamente no moveré un dedo,
ni siquiera en un mapa, la voz del coronel
me alcanza como una revelación.
Es mía -dice simplemente. Esa mujer
es mía.
Gentileza de
www.literatura.org
(“Esa mujer” fue publicado en
Los Oficios Terrestres, Ediciones de La
Flor, 1969. Copyright Herederos de Rodolfo
Walsh.)