El
hijo de Butch Cassidy
Por Osvaldo Soriano.
El Mundial de 1942 no
figura en ningún libro de historia
pero se jugó en la Patagonia argentina
sin sponsors ni periodistas y en la final
ocurrieron cosas tan extrañas como
que se jugó sin descanso durante
un día y una noche, los arcos y la
pelota desaparecieron y el temerario hijo
de Butch Cassidy despojó a Italia
de todos sus títulos.
Mi tío Casimiro, que nunca había
visto de cerca una pelota de fútbol,
fue juez de línea en la final y años
más tarde escribió unas memorias
fantásticas, llenas de desaciertos
históricos y de insanías ahora
irremediables por falta de mejores testigos.
La guerra en Europa había interrumpido
los mundiales. Los dos últimos, en
1934 y 1938, los había ganado Italia
y los obreros piamonteses y emilianos que
construían la represa de Barda del
Medio en la Argentina y las rutas de Villarrica
en Chile se sentían campeones para
siempre. Entre los obreros que trabajaban
de sol a sol también había
indios mapuches conocidos por sus artes
de ilusionismo y magia y sobre todo europeos
escapados de la guerra. Había españoles
que monopolizaban los almacenes de comida,
italianos de Génova, Calabria y Sicilia,
polacos, franceses, algunos ingleses que
alargaban los ferrocarriles de Su Majestad,
unos pocos guaraníes del Paraguay
y los argentinos que avanzaban hacia la
lejana Tierra del Fuego. Todos estaban allí
porque aún no había llegado
el telégrafo y se sentían
a salvo del terrible mundo donde habían
nacido.
Hacia abril, cuando bajó el calor
y se calmó el viento del desierto,
llegaron sorpresivamente los electrotécnicos
del Tercer Reich que instalaban la primera
línea de teléfonos del Pacífico
al Atlántico. Con ellos traían
una punta del cable que inauguraba la era
de las comunicaciones y la primera pelota
del mundo a válvula automática
que decían haber inventado en Hamburgo.
Luego de mostrarla en el patio del corralón
para admiración de todos desafiaron
a quien se animara a jugarles un partido
internacional. Un ingeniero de nombre Celedonio
Sosa, que venía de Balvanera, aceptó
el reto en nombre de toda la nación
argentina y formó un equipo de vagos
y borrachos que volvían decepcionados
de buscar oro en las hondonadas de la Cordillera
de los Andes.
El atrevimiento fue catastrófico
para los argentinos que perdieron 6 a 1
con un pésimo arbitraje de William
Brett Cassidy, que se decía hijo
natural del cowboy Butch Cassidy que antes
de morir acribillado en Bolivia vivió
muchos años en las estancias de la
Patagonia con el Sundance Kid y Edna, la
amante de los dos.
No bien advirtieron la diversidad de países
y razas representados en ese rincón
de la tierra, los alemanes lanzaron la idea
de un campeonato mundial que debía
eternizar con la primera llamada telefónica
su paso civilizador por aquellos confines
del planeta. El primer problema para los
organizadores fue que los italianos antifascistas
se negaban a poner en juego su condición
de campeones porque eso implicaba reconocer
los títulos conseguidos por los profesionales
del régimen de Mussolini.
Algunos irresponsables, ganados por la curiosidad
de patear una pelota completamente redonda
y sin tiento, se dejaban apabullar por los
alemanes a la caída del sol mientras
la línea del teléfono avanzaba
por la cordillera hacia las obras del dique:
un combinado de almaceneros gallegos e intelectuales
franceses perdió por 7 a 0 y un equipo
de curas polacos y desarraigados guaraníes
cayó por 5 a 0 en una cancha improvisada
al borde del río Limay.
Nadie recordaba bien las reglas del juego
ni cuanto tiempo debía jugarse ni
las dimensiones del terreno, de manera que
lo único prohibido era tocar la pelota
con las manos y golpear en la cabeza a los
jugadores caídos. Cualquier persona
con criterio para juzgar esas dos infracciones
podía ser el árbitro y así
fue como mi tío y el hijo de Butch
Cassidy se hicieron famosos y respetables
hasta que por fin llegó el télefono.
Hubo un momento en que la posición
principista de los italianos se volvió
insostenible. ¿Cómo seguir
proclamándose campeones de una Copa
que ni siquiera reconocían cuando
los alemanes goleaban a quien se les pusiera
adelante? ¿Podían seguir soportando
las pullas y las bromas de los visitantes
que los acusaban de no atreverse a jugar
por temor a la humillación?
En mayo, cuando empezaron las lloviznas,
el capataz calabrés Giorgio Casciolo
advirtió que con la arena mojada
la pelota empezaba a rebotar para cualquier
parte y que los enviados del Fuhrer , que
ya probaban el teléfono en secreto
y abusaban de la cerveza, no las tenían
todas consigo. En un nuevo partido contra
los guaraníes el resultado, luego
de dos horas de juego sin descanso, fue
apenas de 5 a 2. En otro, los ingleses que
colocaban las vías del ferrocarril
se pusieron 4 goles a 5 cuando se hizo de
noche y los alemanes argumentaron que había
que guardar la pelota para que no se perdiera
entre los espesos matorrales. A fin de mes
los pescadores del Limay, que eran casi
todos chilenos, perdieron por 4 a 2 porque
William Brett Cassidy concedió dos
penales a favor de los alemanes por manos
cometidas muy lejos del arco.
Una noche de juerga en el prostíbulo
de Zapala, mientras un ingeniero de Baden-Baden
trataba de captar noticias sobre el frente
ruso en la radio de la señora Fanny-La-Joly,
un anarquista genovés de nombre Mancini
al que le habían robado los pantalones
se puso a vivar al proletariado de Barda
del Medio y salió a los pasillos
a gritar que ni los alemanes ni los rusos
eran invencibles. En el lugar no habia ningún
ruso que pudiera darse por aludido, pero
el ingeniero alemán dió un
salto, levantó el brazo y aceptó
el desafío. El capataz Casciolo,
que estaba en una habitación vecina
con los pantalones puestos, escuchó
la discusión y temió que la
Copa de 1938 empezara a alejarse para siempre
de Italia.
A la madrugada, mientras regresaban a Barda
del Medio a bordo de un Ford A, los italianos
decidieron jugarse el título y defenderlo
con todo el honor que fuera posible en ese
tiempo y en ese lugar. Sólo cinco
o seis de ellos habían jugado alguna
vez al fútbol pero uno, el anarquista
Mancini, había pasado su infancia
en un colegio de curas en el que le enseñaron
a correr con una pelota pegada a los pies.
Al día siguiente la noticia corrió
por todos los andamios de la obra gigantesca:
los campeones del mundo aceptaban poner
en juego su Copa. Los mapuches no sabían
de que se trataba pero creían que
la Copa poseía los secretos de los
blancos que los habían diezmado en
las guerras de conquista. Los ingleses lamentaban
que sus enemigos alemanes se quedaran con
la gloria de aquel torneo fugaz; los argentinos
esperaban que el gobierno los sacara de
aquel infierno de calor y de arena y en
secreto tramaban un sistema defensivo para
impedir otra goleada alemana. Los guaraníes
habían hecho la guerra por el petróleo
con Bolivia y estaban acostumbrados a los
rigores del desierto aunque no tenían
más de tres o cuatro hombres que
conocieran una pelota de fútbol.
También formaron equipos los curas
y obreros polacos, los intelectuales franceses
y los almaceneros españoles. Los
franceses no eran suficientes y para completar
los once pidieron autorización para
incorporar a tres pescadores chilenos.
Los alemanes insistieron en que todo se
hiciera de acuerdo con las reglas que ellos
creían recordar: había que
sortear tres grupos y se jugaría
en los lugares adonde llegaría el
teléfono para llamar a Berlín
y dar la noticia. William Brett Cassidy
insistió en que los árbitros
fueran autorizados a llevar un revólver
para hacer respetar su autoridad y como
la mayoría de los jugadores entraban
a la cancha borrachos y a veces armados
de cuchillos, se aprobó la iniciativa.
Se limpiaron a machetazos tres terrenos
de cien metros y como nadie recordaba las
medidas de los arcos se los hizo de diez
metros de ancho y dos de altura. No había
redes para contener la pelota pero tanto
Cassidy como mi tío Casimiro, que
oficiarían de árbitros, se
manifestaron capaces de medir con un golpe
de vista si la pelota pasaba por adentro
o por afuera del rectángulo.
El sorteo de las sedes y los partidos se
hizo con el sistema de la paja más
corta. La inauguración, en Barda
del Medio, quedó para la Italia campeona
y el aguerrido equipo de los guaraníes.
Al otro lado del río, en Villa Centenario,
jugaron alemanes, franceses y argentinos
y sobre la ruta de tierra, cerca del prostíbulo,
se enfrentaron españoles, ingleses
y mapuches.
En todos los partidos hubo incidentes de
arma blanca y las obras del dique tuvieron
que suspenderse por los graves rebrotes
de nacionalismo que provocaba el campeonato.
En la inauguración Italia les ganó
4 a 1 a los guaraníes que no tenían
otra bandera que la del Paraguay. En las
otras canchas salieron vencedores los alemanes
contra los franceses y los indios mapuches
se llevaron por delante a los ingleses y
a los almaceneros españoles por cinco
o seis goles de diferencia.
Los dos primeros heridos fueron guaraníes
que no acataron las decisiones de Cassidy.
El referí tuvo que emprenderla a
culatazos para hacer ejecutar un penal a
favor de Italia. Al otro lado del río
mi tío Casimiro tuvo que disparar
contra un delantero mapuche que se guardó
la pelota abajo de la camisa y empezó
a correr como loco hacia el arco británico
en el segundo partido de la serie. Los mapuches
tuvieron dos o tres bajas pero ganaron la
zona porque los británicos se empecinaron
en un fair play digno de los terrenos de
Cambridge.
La memoria escrita por mi tío flaquea
y tal vez confunde aquellos acontecimientos
olvidados. Cuenta que hubo tres finalistas:
Alemania, Italia y los mapuches sin patria.
La bandera del Tercer Reich flameó
más alta que las otras durante todo
el campeonato sobre las obras del dique
pero por las noches alguien le disparaba
salvas de escopeta. William Brett Cassidy
permitió que los alemanes eliminaran
a la Argentina gracias a la expulsión
de sus dos mejores defensores. Es verdad
que el arquero cordobés se defendía
a piedrazos cuando los alemanes se acercaban
al arco, pero ése era un recurso
que usaban todos los defensores cuando estaban
en peligro. Antes de cada partido los hinchas
acumulaban pilas de cascotes detras de cada
arco y al final de los enfrentamientos,
una vez retirados los heridos, se juntaban
también las piedras que quedaban
dentro del terreno.
En la semifinal ocurrieron algunas anormalidades
que Cassidy no pudo controlar. Los alemanes
se presentaron con cascos para protegerse
las cabezas y algunos llevaban alfileres
casi invisibles para utilizar en los amontonamientos.
Los italianos quemaron un emblema fascista
y entonaron a Verdi pero entraron a la cancha
escondiendo puñados de pimienta colorada
para arrojar a los ojos de sus adversarios.
Cassidy quiso darle relieve al acontecimiento
y sorteó los arcos con un dólar
de oro, pero no bien la moneda cayó
al suelo alguien se la robó y ahí
se produjo el primer revuelo. El capitán
alemán acusó de ladrón
y de comunista a un cocinero italiano que
por las noches leía a Lenin encerrado
en una letrina del corralón. En aquel
lugar nada estaba prohibido, pero los rusos
eran mal vistos por casi todos y el cocinero
fue expulsado de la cancha por rebelión
y lecturas contagiosas. Antes de dar por
iniciado el partido, Cassidy lanzó
una arenga bastante dura sobre el peligro
de mezclar el fútbol con la política
y después se retiro a mirar el partido
desde un montículo de arena, a un
costado de la cancha.
Como no tenía silbato y las cosas
se presentaban difíciles, él
sólo bajaba de la colina revólver
en mano para apartar a los jugadores que
se trenzaban a golpes. Cassidy disparaba
al aire y aunque algunos espectadores escondidos
entre los matorrales le respondían
con salvas de escopeta, el testimonio de
mi tío asegura que afrontó
las tres horas de juego con un coraje digno
de la memoria de su padre.
Cassidy hizo durar el juego tanto tiempo
porque los italianos resistían con
bravura y mucho polvo de pimienta el ataque
alemán y en los contragolpes el anarquista
Mancini se escapaba como una anguila entre
los defensores demasiado adelantados. Hubo
momentos en que Italia, que jugaba con un
hombre menos, estuvo arriba 2 a 1 y 3 a
2, pero a la caída del sol alguien
le devolvió a Cassidy su dólar
de oro en una tabaquera donde había
por lo menos veinte monedas más.
Entonces el hijo de Butch Cassidy decidió
entrar al terreno y poner las cosas en orden.
En un corner, Mancini fue a buscar la pelota
de cabeza pero un defensor alemán
le pinchó el cuello con un alfiler
y cuando el italiano fue a protestar, Cassidy
le puso el revólver en la cabeza
y lo expulsó sin más trámite.
Luego, cuando descubrió que los italianos
usaban pimienta colorada para alejar a los
delanteros rivales, detuvo el juego y sancionó
tres penales en favor de los alemanes. El
capataz Casciolo, furioso por tanta parcialidad,
se interpuso entre el arquero y el hombre
que iba a tirar los penales pero Cassidy
volvió a cargar el revólver
y lo hirió en un pie. Un ingeniero
prusiano bastante tímido, que había
jugado todo el partido recitando el Eclesíastes,
se puso los anteojos para ejecutar los penales
(Cassidy había contado sólo
nueve pasos de distancia) y anotó
dos goles. Enseguida el hijo de Butch Cassidy
dió por terminado el partido y así
se le escapó a Italia la Copa que
había ganado en 1934 y 1938.
Los alemanes se fueron a festejar al prostíbulo
y ni siquiera imaginaron que los mapuches
bajados de los Andes pudieran ganarles la
final como ocurrió tres días
más tarde, un domingo gris que la
historia no recuerda. Ese día el
teléfono empezó a funcionar
y a las tres de la tarde Berlín respondió
a la primera llamada desde la Patagonia.
Toda la comarca fue a la cancha a ver el
partido y el flamante teléfono negro
traído por los alemanes. Un regimiento
basado en la frontera con Chile envió
su mejor tropa para tocar los himnos nacionales
y custodiar el orden pero los mapuches no
tenían país reconocido ni
música escrita y ejecutaron una danza
que invocaba el auxilio de sus dioses.
Mi tío, que ofició de juez
de línea, anota en su memoria que
a poco de comenzado el partido aparecieron
bailando sobre las colinas unas mujeres
de pecho desnudo y enseguida empezó
a llover y a caer granizo. En medio de la
tormenta y las piedras Cassidy pensó
en suspender el partido, pero los alemanes
ya habían anunciado la victoria por
teléfono y se negaron a postergar
el acontecimiento. Pronto la cancha se convirtió
en un pantano y los jugadores se embarraron
hasta hacerse irreconocibles. Después,
sin que nadie se diera cuenta, los arcos
desaparecieron y por más que se jugó
sin parar hasta la hora de la cena ya no
había donde convertir los goles.
A medianoche, cuando la lluvia arreciaba,
Cassidy detuvo el juego y conferenció
con mi tío para aclarar la situación.
Los alemanes dijeron haber visto unas mujeres
que se llevaban los postes y de inmediato
el árbitro otorgó seis penales
de castigo contra los mapuches pero nadie
encontró los arcos para poder tirarlos.
Una partida del ejército salió
a buscarlos, pero nunca más se supo
de ella. El juego tuvo que seguir en plena
oscuridad porque Berlín reclamaba
el resultado, pero ya ni siquiera había
pelota y al amanecer todos corrían
detrás de una ilusión que
picaba aquí o allá, según
lo quisieran unos u otros.
A la salida del sol el teléfono sonó
en medio del desierto y todo el mundo se
detuvo a escuchar. El ingeniero jefe pidió
a Cassidy que detuviera el juego por unos
instantes pero fue inútil: los mapuches
seguían corriendo, saltando y arrojándose
al suelo como si todavía hubiera
una pelota. Los alemanes, curiosos o inquietos
pero seguramente agotados, fueron a descolgar
el teléfono y escucharon la voz de
su Fuhrer que iniciaba un discurso en alguna
parte de la patria lejana. Nadie más
se movió entonces y el susurro alborotado
del teléfono corrió por todo
el terreno en aquel primer Mundial de la
era de las comunicaciones.
En ese momento de quietud uno de los arcos
apareció de pronto en lo alto de
una colina, a la vista de todos, y las mujeres
reanudaron su danza sin música. Una
de ellas, la más gorda y coloreada
de fiesta, fue al encuentro de la pelota
que caía de muy alto, de cualquier
parte, y con una caricia de la cabeza la
dejó dormida frente a los palos para
que un bailarín descalzo que reía
a carcajadas la empujara derecho al gol.
William Brett Cassidy anuló la jugada
a balazos pero en su memoria alucinada mi
tío dió el gol como válido.
Lástima que olvidó anotar
otros detalles y el nombre de aquel alegre
goleador de los mapuches.
Publicado originalmente
en el diario Página/12, éste
cuento forma parte de "Cuentos de los
años felices". © 1993 Editorial
Sudamericana