Por Gemma C. Serra. Especial para BerlinSur
Joseph Ratzinger se dejó llevar por
el pecado de la soberbia la mañana del 20 de abril.
No hacía ni veinticuatro horas que se llamaba Benedicto
XVI y quería saber cómo había sentado
eso en casa. Había oído a un par de purpurados
riéndose a sus espaldas y escondiendo entre las faldas
lo que claramente era un ejemplar de la „taz“,
ese diario izquierdosillo de Berlín.
„Oh, mein Gott…“, era la
única frase que ilustraba su portada, teñida
completamente de negro, a modo de esquela, para anunciar
a sus endiablados lectores el resultado de la „fumata
bianca“. A Benedicto XVI no le preocupó. Seguía
saboreando la frase con la que dirigió la procesión
de cardenales al conclave del que salió como Papa:
„Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia,
no es ser integrista“. Su norma de conducta como prefecto
de la Congregación para la Doctrina de la Fe, alias
Inquisición, alias Santo Oficio. Qué importaban
las ironías de la izquierda impía.
Pero la soberbia le azuzaba. Quería
más. Mandó que le subieran a la cripta el
„Bild“, el diario más leído de
Europa, órgano universal de millones de compatriotas
suyos. „Wir sind Papst!“, rezaba su enorme titular
–„¡Somos Papa!“-. Ratzinger era
un hombre riguroso, metódico, frío. Tenía
por principio no encenderse, sino actuar de acuerdo al raciocinio.
Pero tanta superficialidad le pudo. De la soberbia pasó
a la ira, de la ira a la envidia. Su „fumata bianca“
se había disipado en un titular propio del Mundial
de fútbol.
La ira se apoderó de él y, apenas
malamente mitigada por el recuerdo del „Habemus Papam“
de la Plaza San Pedro, cedió el terreno a la envidia.
A Karol Wojtyla jamás le hubieran hecho eso en casa.
El Gran Inquisidor no daba crédito.
Ni a la prensa doméstica, ni a sí mismo. Dos
titulares blasfemos, tres pecados capitales en su primera
mañana papal. Se sentía exhausto. Toda la
gran labor desplegada el día anterior, su gran día,
amenazaba resquebrajarse. Había combatido con éxito
la pereza del último purpurado latinoamericano y
logró la elección en un tiempo récord
–apenas cuatro rondas votacionales-. Había
erradicado luego la tentación de la gula, haciendo
servir a los 115 cardenales una modesta cena de sopa de
alubias, entremeses, ensalada y fruta para festejar su elección.
No podía creer tampoco que ninguno de los presentes
hubiese sentido el menor atisbo de lujuria ante el desfile
de escuetas monjas que se encargó de la intendencia.
Pero él, Benedicto XVI, había sido presa de
la soberbia, de la ira y de la envidia.
Hombre riguroso donde los haya, Ratzinger
supo que necesitaba del consuelo de la confesión.
Y dónde mejor que acudir en pos del consuelo del
alma que a su parroquia natal, en Marktl am Inn, el pueblito
de la Alta Baviera donde nació, en abril de 1927.
Despistar al despliegue mediático y
cuerpo eclesial fue fácil. A esas horas, todo el
mundo peregrinaba hacia Roma. El, en cambio, iba en dirección
contraria, a bordo de un discreto Golf y de copiloto de
su secretario. Nadie reparó en esa discreta pareja
en el trayecto entre el Vaticano y las Dolomitas. Luego,
ya en su Alemania natal, si alguien lo reconoció
soltó un „Oh, mein Gott…“ y, de
acuerdo a la costumbre doméstica, miró a otro
lado.
Benedicto se postró en su antigua parroquia
bávara sin levantar sospechas. El templo estaba desierto,
como es habitual en Alemania, inclusive en la católica
Baviera. Su confesor de cabecera había fallecido
un año atrás. En su lugar había un
jovenzuelo con aspecto homosexual dispuesto a desenfundar
un bocadillo envuelto en papel de alumnio y reforzado luego
con la portada del „Bild“. „Oh, mein Gott“,
pensó Benedicto, parafraseando por primera vez en
su vida a la „taz“.
„La bondad implica también la
capacidad de decir no“, pensó para sus adentros,
a un tris de marcharse a otro templo. Pero sabía
que corría el peligro de ser confundido en la calle
con su propio hermano, ese capellán de a pie físicamente
calcado a él, que a esas horas era objeto de la codicia
periodística de todo el mundo. Así que se
entregó a su confesor accidental, dispuesto a descargar
su alma.
„Padre, he pecado“, dijo. El padre
Hans-Dieter soltó el bocadillo, miró la portada
del „Bild“ y reconoció de inmediato a
su cliente. No había lugar a confusión. No
podía tratarse del hermano mayor, puesto que acababa
de verlo, en directo, desde la plaza de la vecina Ratisbona
y huyendo de la entrevistadora de la BBC. Era, sin lugar
a dudas, Él.
El padre Hans-Dieter, 27 años, recién
llegado a su primer destino, era lo que se llama un idealista
de la profesión. Estaba entre el reducido gremio
de quienes defendían que Benedicto XVI no sería
tan fiero como el nombre de Ratzinger hacía temer.
115 cardenales no pueden equivocarse, sostenía. Esas
enormes ojeras en la misa del adiós a Wojtyla no
eran expresión de cansancio, sino de reflexión
ante la enorme tarea a la que se sentía llamado.
„Lo sé, hijo“, respondió,
en un alarde de profesionalidad. El Gran Inquisidor cazó
al vuelo en esa frase el pecado de la arrogancia. Un pecado
no incluido en el listado de los siete capitales, pero que
en sus dos largas décadas al frente del Santo Oficio
había seguido muy de cerca.
Excomunión o inhabilitación,
esa era la cuestión. Ratzinger sacó de inmediato
su pequeño cuaderno de notas, ése donde apuntaba
sus tareas a cumplir, y escribió en lo más
alto de su agenda, para el día siguiente, esas dos
opciones, seguidas del nombre de la parroquia de su pueblo
natal.
El padre Hans-Dieter creyó verle titubear
y salió en auxilio del pecador. Sabía que
Benedicto XVI tenía un desafío por delante:
demostrar al mundo lo errado de esos motes que le habían
colgado la prensa británica. El Papa blindado, el
Rottweiler de Dios o ese Paparatzi con que habían
querido sacar a relucir su pasado en las juventudes hitlerianas,
el más grotesco entre todos esos sambenitos. Así
que decidió ayudarlo a descargar sin más dilación
su alma.
„Lo sé, hijo“, repetió,
para susurrarle a continuación, acercando sus labios
al oido del pecador y rozando sus manos entrelazadas, dos
nombres: „Hans Küng, Leonardo Boff…“.
Ratzinger comprendió entonces por qué sus
pasos le habían guiado hasta Markt am Inn: no había
sido el deseo íntimo de descargar el peso del pecado
en su parroquia natal, sino una llamada divina. Debía
actuar de inmediato. Tenía ante sí, nada menos
que en la Alta Baviera, a un perpetuador de esos dos descarriados,
ese ex-colega suizo de la Universidad de Tubinga y ese ex-alumno
brasileño, cuyos desatinos le perseguían desde
el 68.
Sacó de nuevo el cuaderno de notas
y escribió, tras excomunión o inhabilitación,
los dos nombres del demonio. El padre Hans-Dieter miró
de reojo esas pocas palabras escritas en pulcra letra redondilla
–o letra de monja, como se suele decir- en la agenda
del Santo Padre y vibró de emoción. Ratzinger
era un hombre sabio, un intelectual, y puesto que su elección
había defraudado las expectativas de media Latinoamérica,
por no decir de los reformistas europeos, pensaba rehabilitar
a sus enemigos del alma como primera medida de su Pontificado,
imaginó, lleno de gozo.
El joven sacerdote se animó. No podía
quedar todo ahí. Había otros entuertos a enmendar.
„Adiós al celibato, preservativos para Africa…“,
musitó de nuevo, esta vez con una amplia sonrisa
sobre ese rostro imberbe en el que Ratzinger veía
la llama de la homosexualidad.
Benedicto XVI se ratificó para sus
adentros en todos los „noes“ que había
conseguido hacer mantener a rajatabla a Wojtyla. No al sacerdocio
de las mujeres, no al matrimonio de los curas, no al „desorden
objetivo“ de la homosexualidad.
„Comunión ecuménica“,
le dictó a continuación el padre Hans-Dieter,
viendo que Ratzinger seguía tomando nota en redondilla
de su conversación. „Sólo en la Iglesia
católica existe la salvacion eterna“, se contestó
a sí mismo Ratzinger, parafraseando ahora una de
las encíclicas de las que más orgulloso se
sentía, „Dominus Jesus“. Ni Islam, ni
budismo, tampoco concesiones a la reforma protestante que
desde hace ya 500 años mantiene escindida a la iglesia
alemana. El país de Lutero debía ser reunificado
bajo la única religión „no deficitaria“,
de la misma manera que la República Federal de Alemania
acabó absorviendo a su descarriada compatriota comunista.
„Dominus Jesus“, apuntó
en su cuadernillo, bajo la mirada atenta de Hans-Dieter,
a punto de estallar de satisfacción ante ese listado
en redondilla de todo aquello que Ratzinger pensaba enmendar
para reconciliarse con el mundo exterior, con toda probabilidad
ya en la misa de su entronación, dos días
después.
Benedicto XVI no necesitaba más. Esas
cuatro notas a pie de confesionario, ese rostro de iluminado
maléfico que tenía delante eran suficientes
para bendecir el viaje relámpago a su tierra natal,
la Baviera católica, evidentemente acechada por la
dictadura del relativismo.
Ratzinger se subió de nuevo al Golf
notando que sus ojeras daban por bien empleado el esfuerzo
inusitado. Tal vez se había dejado llevar por la
soberbia, la ira y la envidia. Pero el castigo al que habían
sometido a su alma esos tres pecados capitales valía
la pena si con ello conseguía aportar un nuevo, tal
vez modesto, capítulo disciplinario a su hoja de
servicios. No hay enemigo insignificante, se dijo, mirando
por el retrovisor la pequeña parroquia bávara
que dejaba atrás. „Tener una fe clara, según
el Credo de la Iglesia, no es ser integrista“, se
dijo, con más acento bávaro que nunca.
El Golf papal enfiló de nuevo camino
a las Dolomitas, mientras medio Markt am Inn se dejaba arrastrar
a la gula por los roscos de chocolate con nata, con una
gran cruz vaticana incluida, que los pasteleros del pueblo
habían improvisado esa mañana. Una versión
autóctona del „manjar Papal“, a imagen
de las chucherías de crema que inundan los escaparates
reposteros de Wadowice, el pueblo de Wojtyla, supuestamente
los preferidos en vida de Juan Pablo II.
Al padre Hans-Dieter no le iba la repostería.
En cuanto Ratzinger salió de su parroquia, volvió
al bocadillo envuelto en la portada del „Bild“,
ansioso de escuchar el domingo la gran noticia: el anuncio
al mundo de que no todo está perdido para la cristiandad.
Benedicto XVI iba a dar su merecido a quienes no le habían
concedido ni el beneficio de la duda.
Mayo de 2005.
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