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Historiador, Berlín. Este texto
es un adelanto del libro Hitlers Volkstaat. Raub, Rassenkrieg
und Nationaler Sozialismus (El Estado del pueblo de Hitler.
Saqueo, guerra racial y nacionalsocialismo), publicado en
marzo de 2005 por la editorial S. Fischer (Frankfurt).
Traducción: Lucía Vera.
Publicado en El Dipló (Le Monde Diplomatique Edición
Cono Sur), mayo de 2005
¿Cómo un régimen como el nazismo pudo
gozar de un consenso político tan fuerte? La respuesta
no se halla en el nacionalismo exacerbado y racista que
se respiraba en la Alemania de 1930, sino en los esfuerzos
del régimen por propiciar un estado de confort material
a costa de los países ocupados y de la expoliación
de los prisioneros judíos.
Este libro trata sobre una pregunta simple,
que no siempre ha encontrado respuesta: ¿cómo
pudo ocurrir? ¿Cómo pudieron los alemanes,
cada uno en su nivel, permitir y cometer crímenes
masivos sin precedentes, en particular el genocidio de los
judíos de Europa? Aunque el odio, fomentado por el
Estado, hacia todas las poblaciones "inferiores"
(los polacos, los bolcheviques, y los judíos) formaba
sin duda parte de las condiciones necesarias, eso no constituye
una respuesta suficiente.
En los años anteriores al régimen
hitlerista no había más resentimiento entre
los alemanes que entre los demás europeos; su nacionalismo
no era más racista que el de otras naciones. No hubo
una Sonderweg (excepción alemana) que permitiera
establecer una relación lógica con Auschwitz.
La idea de que una xenofobia específica y un antisemitismo
exterminador se habrían desarrollado desde muy temprano
en Alemania no se apoya en ninguna base empírica.
Suponer que un error de consecuencias especialmente funestas
tiene necesariamente causas específicas y lejanas
es un error. El Partido Nacional Socialista Alemán
de los Trabajadores (NSDAP) debe la conquista y la consolidación
de su poder a un conjunto de circunstancias, y los factores
más importantes se ubican después de 1914,
no antes.
La relación entre pueblo y elite política
bajo el nacionalsocialismo está en el centro de este
estudio. Está establecido que el edificio del poder
hitleriano fue, desde el primer día, extremadamente
frágil, y hay que preguntarse cómo se estabilizó,
de manera aproximada pero suficiente como para durar doce
años excitantes y destructivos. Por eso conviene
precisar la pregunta planteada al principio de manera general
("¿cómo pudo ocurrir eso?"): ¿Cómo
una empresa que de manera retrospectiva aparece tan abiertamente
mistificadora, megalómana y criminal como el nazismo
pudo ser objeto de un consenso político de una amplitud
que hoy nos resulta difícil explicar?
Para intentar aportar una respuesta convincente, considero
al régimen nazi desde un ángulo que lo presenta
como una dictadura al servicio del pueblo. El período
de la guerra, que también hizo surgir muy claramente
las otras características del nazismo, permite responder
de la mejor manera a esas preguntas tan importantes. Hitler,
los Gauleiter (jefes regionales) del NSDAP, una buena parte
de los ministros, secretarios de Estado y consejeros actuaron
como demagogos clásicos, preguntándose sistemáticamente
cómo asegurar y consolidar la satisfacción
general, comprando cada día la aprobación
de la opinión o, por lo menos, su indiferencia. Dar
y recibir fue la base sobre la cual erigieron una dictadura
consensual, siempre mayoritaria en la opinión; el
análisis del derrumbe interno al final de la primera
guerra mundial hizo aparecer los escollos que debía
evitar su política de beneficencia popular.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los responsables nazis
trataron, por un lado, de distribuir los víveres
de manera que su reparto fuera sentido como justo, sobre
todo por los más pobres; por otro, hicieron de todo
para mantener la estabilidad, al menos aparente, del Reichsmark
(RM) con el fin de cortar decididamente cualquier recuerdo
inquietante de la inflación de la guerra de 1914
o del derrumbe de la moneda alemana en 1923; finalmente
procuraron -lo que no había ocurrido durante la Primera
Guerra Mundial- retribuir de manera suficiente a las familias,
que recibían cerca del 85% del salario neto anterior
de los soldados movilizados (contra menos de la mitad para
las familias británicas y estadounidenses en la misma
situación). No era raro que las esposas y las familias
de los soldados alemanes tuvieran más dinero que
antes de la guerra; también se beneficiaban con los
regalos traídos masivamente por los soldados con
licencia y con los paquetes enviados al ejército
por correo desde los países ocupados.
Para reforzar esta ilusión de adquisiciones garantizadas,
e incluso susceptibles de crecer, Hitler logró que
los campesinos, los obreros, y también los empleados
y los pequeños y medianos funcionarios no fueran
afectados de manera significativa por los impuestos de guerra,
lo cual también representaba una diferencia importante
en relación con Gran Bretaña y Estados Unidos.
Pero este beneficio otorgado a la gran mayoría de
los contribuyentes alemanes estuvo acompañado de
un aumento considerable en la carga fiscal de las capas
sociales con altos o muy altos ingresos. El impuesto excepcional
de 8.000 millones de Reichsmarks que debieron pagar los
propietarios inmobiliarios hacia fines de 1942 constituye
un ejemplo sorprendente de la política de justicia
social practicada ostensiblemente por el Tercer Reich. Lo
mismo ocurrió con la exención fiscal de las
primas por el trabajo nocturno, en domingo y días
feriados, acordada después de la victoria sobre Francia,
y considerada hasta hace poco por los alemanes como un logro
social.
Así como el régimen nazi fue implacable en
el caso de los judíos y de las poblaciones que consideraba,
desde un punto de vista racial, como inferiores o extranjeras
(fremdvölkisch), también su conciencia de clase
lo impulsó a repartir las cargas de manera que los
más débiles salieran beneficiados.
Pero es evidente que sólo las clases más ricas
(el 4% de los contribuyentes alemanes ganaba entonces más
de 6.000 RM anuales) no podían aportar con sus impuestos
los fondos necesarios para el financiamiento de la Segunda
Guerra. Entonces, ¿cómo se financió
la guerra más costosa de la historia mundial para
que la mayoría de la población se encontrara
lo menos afectada posible? La respuesta es evidente: Hitler
hizo que los arios ahorraran recursos a expensas del mínimo
vital de otras categorías de población.
Para conservar el favor de su propio pueblo, el gobierno
del Reich también arruinó las demás
monedas de Europa, al exigir gastos de ocupación
cada vez más elevados. Para asegurar el nivel de
vida de su población, hizo robar millones de toneladas
de productos alimenticios para dar de comer a sus soldados
y enviar lo que quedaba a Alemania. De la misma manera que
se suponía que el ejército alemán se
alimentaba a expensas de los países ocupados, también
debía pagar los gastos corrientes con el dinero de
esos países, lo que logró ampliamente.
Los soldados alemanes desplegados en el extranjero -es decir,
casi todos- y el conjunto de las prestaciones brindadas
a la Wehrmacht por los países ocupados, las materias
primas, los productos industriales y artículos alimenticios
comprados en el lugar y destinados a la Wehrmacht o a ser
enviados a Alemania, todo era pagado con monedas distintas
a los Reichsmarks. Los responsables aplicaban expresamente
los siguientes principios: si alguien debe morir de hambre,
que sean los otros; si la inflación de guerra es
inevitable, que afecte a todos los países salvo a
Alemania.
"Bienestar" del pueblo
La segunda parte del libro trata sobre las
estrategias elaboradas para lograr esos fines. Las arcas
alemanas estuvieron así alimentadas por los miles
de millones provenientes de la expoliación de los
judíos de Europa, lo que constituye el objeto de
la tercera parte. Mostraré de qué manera fueron
expoliados los judíos, primero en Alemania y luego
en los países aliados y en aquellos ocupados por
la Wehrmacht. (...)
Apoyándose en una guerra predadora y racial de gran
envergadura, el nacionalsocialismo fue el principio de una
verdadera igualdad, especialmente por una política
de promoción social de una amplitud sin precedentes
en Alemania, que lo hacía al mismo tiempo popular
y criminal. El confort material y las ventajas obtenidas
del crimen en gran escala, ciertamente de manera indirecta
y sin comprometer la responsabilidad personal, eran aceptadas
con buena voluntad, alimentando la conciencia, en la mayoría
de los alemanes, de la solicitud del régimen. Y,
recíprocamente, de allí obtenía su
energía la política de exterminación,
ya que adoptaba el criterio del bienestar del pueblo. La
ausencia de resistencia interna digna de ese nombre y, posteriormente,
la falta de sentimiento de culpabilidad, se deben a esta
constelación histórica. Esto es objeto de
la cuarta parte del libro.
Respondiendo así a la pregunta "¿cómo
pudo suceder lo que sucedió?", se nos hace imposible
cualquier reducción pedagógica a simples fórmulas
antifascistas; ésta es una respuesta difícil
de mostrar públicamente, y casi imposible de separar
de las historias nacionales de la posguerra, la de los alemanes
en la República Democrática Alemana (RDA),
en la República Federal de Alemania (RFA) y en Austria.
Sin embargo, parece necesario aprehender el régimen
nazi como un socialismo nacional para, por lo menos, poner
en duda la proyección recurrente de la culpa sobre
individuos y grupos claramente circunscriptos, que son tanto
el dictador delirante, enfermo y "carismático"
y su entorno inmediato, como los ideólogos del racismo
(según una moda pasajera, propia de una generación
que ha conocido la misma socialización) que están
estigmatizados; para otros son (de manera exclusiva o no)
los banqueros, los grandes empresarios, los generales o
los comandos asesinos, presos de una locura homicida. En
la RDA, en Austria y en la RFA se adoptaron las estrategias
de defensa más diversas, pero todas iban en el mismo
sentido y garantizaban a la población mayoritaria
una existencia apacible y una conciencia tranquila. (...)
Se asocia -en general un poco rápidamente- a los
que se aprovecharon de la arianización con los grandes
industriales y los banqueros. Las comisiones de investigación
sobre el período nazi, establecidas durante los años
1990 en muchos Estados europeos y en grandes empresas, y
constituidas por historiadores especializados, reforzaron
esta impresión, que es falsa si se mira la situación
de conjunto. La historiografía, un poco más
matizada, agrega de buena gana a algunos funcionarios nazis
de rango más o menos elevado al grupo de los que
se aprovecharon de la arianización. Desde hace algunos
años aparecen también en la mira vecinos comunes
alemanes, y también polacos, checos o húngaros,
personas cuyos dudosos servicios a la potencia ocupante
eran con frecuencia retribuidos con bienes "desjudaizados".
Pero toda teoría que se centre únicamente
en los aprovechadores privados tomaría un camino
equivocado y pasaría al costado de la cuestión
central: ¿en qué se transformaron los bienes
de los judíos de Europa expropiados y asesinados?
(...)
Esta técnica de financiamiento de la guerra, aplicada
en Alemania desde 1938, que consistía en imponer
la conversión del patrimonio privado en préstamos
al Estado, fue ignorada por quienes trataron la arianización
con una perspectiva jurídica, moral o historiográfica.
Esta posición correspondía a la voluntad de
los dirigentes alemanes de acallar la utilidad material
del saqueo. Como la mención de la conversión
forzada de los valores judíos en préstamos
al Estado era un tabú, las cifras concretas de los
ingresos siguieron siendo secretas. La persecución
de los judíos debía presentarse y considerarse
como una cuestión puramente ideológica, y
las víctimas sin defensa de un gigantesco asesinato
predador aparecer como enemigos despreciables.
En 1943, una lista establecida por el Alto Comando de la
Wehrmacht, que detallaba diecinueve problemas políticos
y militares que eran fuente de perturbaciones entre los
soldados, perturbaciones que los oficiales debían
evitar con respuestas tan homogéneas como fuera posible,
incluía esta pregunta: "¿No fuimos demasiado
lejos con la cuestión judía?" La respuesta
era: "¡Mala pregunta! ¡Es un principio
nacionalsocialista, tiene que ver con nuestra Weltanschauung
(concepción del mundo); no hay discusión sobre
ello!" (1). Ahora bien, no hay ninguna razón
para confundir la argumentación puesta a disposición
de los adoctrinadores nazis con los hechos históricos.
(...)
En Alemania hubo, innegablemente, una gran cantidad de escépticos.
La mayoría de los que se dejaron llevar por el nazismo
lo hicieron sobre la base de puntos imprecisos del programa.
Algunos siguieron al NSDAP porque la emprendía contra
Francia, enemigo hereditario; otros, porque ese Estado joven
rompía fuertemente con las representaciones morales
tradicionales. Algunos eclesiásticos católicos
bendijeron las armas comprometidas en la cruzada contra
el bolchevismo pagano y se opusieron a la confiscación
de los bienes de la Iglesia, así como también
a los crímenes de la eutanasia (ver Heim, pág.
); a la inversa, los Volksgenossen (literalmente "camaradas
del pueblo", es decir ciudadanos arios) de sensibilidad
fundamentalmente socialista se entusiasmaron con las dimensiones
anticlericales y antielitistas del nacionalsocialismo. Precisamente
porque se apoyaba en afinidades parciales diversas, el seguimiento
ciego de millones de alemanes, cada uno con motivaciones
puntuales aunque de consecuencias funestas, pudo ser reformulado
a posteriori sin dificultad como una "resistencia"
desprovista de eficacia histórica.
El actor Wolf Goette, mencionado en el capítulo sobre
los saqueadores (satisfechos) de Hitler, estaba tan alejado
de la ideología nazi como Heinrich Böll. Siempre
encontró la política alemana "vomitiva",
y experimentaba un "sentimiento de vergüenza espantoso"
cuando se cruzaba con una persona que llevaba la "insignia
amarilla". Sin embargo, a diferencia de Böll,
en un primer momento consideró la película
Ich klage an ("Yo acuso"), que hacía la
apología de la eutanasia, como un documento de "orientación
limpia y conveniente", como una obra de arte impactante
que "demostraba con una calidad cinematográfica
notable" la "necesidad" de la eutanasia "en
algunos casos de enfermedades incurables", aun cuando
luego expresó discretas dudas "sobre la hipótesis
de que un Estado arbitrario reivindicara esta idea".
Pero, independientemente de su posición en cuanto
a las diversas medidas políticas, Goette seguía
valorando las posibilidades para su carrera y de consumo
que le procuraba la dictadura alemana en Praga, una ciudad
pletórica de riquezas. Estaba preocupado por sus
pequeños intereses personales, y eso lo neutralizaba
políticamente. (2)
Por otra parte, sólo el ritmo desenfrenado de la
acción le permitía a Hitler mantener en equilibrio
la mezcla siempre inestable de los intereses y de las posiciones
políticas más diversas. Es aquí donde
residía la alquimia política de su régimen.
Impedía el derrumbe por el encadenamiento casi ininterrumpido
de las decisiones y de los acontecimientos. Valorizaba al
NSDAP y sostenía a los militantes de la primera hora,
los Gauleiter y los Reichsleiter, de manera mucho más
comprometida que los ministros. Su habilidad para estructurar
el poder se manifestó después de 1933 en el
hecho de que no dejó que el Partido todopoderoso
se redujera a un simple apéndice del Estado. Supo,
por el contrario -a diferencia del Partido Socialista Unificado
de Alemania del Este (SED) tiempo después- movilizar
el aparato del Estado con un éxito sin precedentes,
permitiéndole desarrollar una creatividad concurrente
a los objetivos de "agitación nacional"
y utilizar las fuerzas del país hasta el extremo.
En su mayoría, los alemanes sucumbieron al vértigo
en un primer momento, a la embriaguez de la aceleración
de la historia después, y finalmente -con Stalingrado,
cuyo impacto fue acentuado internamente por los bombardeos
"de saturación" y el terror ahora manifiesto-
a un estado de conmoción que provocó el mismo
entorpecimiento. Los ataques aéreos suscitaron más
indiferencia que miedo y llevaron a un cierto "no me
importa"; los muertos caídos en el frente oriental
reforzaron la tendencia a centrarse en las preocupaciones
de lo cotidiano y en la espera de los próximos signos
de vida del hijo, del marido o del novio (3).
Los alemanes vivieron los doce años del nazismo como
un estado de urgencia permanente. En el torbellino de los
acontecimientos, perdieron toda noción de equilibrio
y de medida. "Todo esto me hace sentir el efecto de
una película" (4) observaba en 1938, plena crisis
de los Sudetes, Vogel, el almacenero mencionado por Víctor
Klemperer. Un año más tarde, nueve días
después del comienzo de la campaña contra
Polonia, Herman Göring les aseguraba a los obreros
de las fábricas Rheinmetall-Borsig, en Berlín,
que pronto podrían contar con dirigentes "a
los que la energía empuja hacia adelante" (5).
En la primavera de 1941, Joseph Goebbels confirmaba esta
idea en su diario: "Toda la jornada, un ritmo loco";
"la vida ofensiva y fulgurante comienza de nuevo ahora",
o bien, en la embriaguez antibritánica de la victoria:
"Paso todo el día con un sentimiento de felicidad
febril" (6).
Hitler mencionaba con frecuencia, en su círculo más
restringido, la posibilidad de su muerte cercana, con el
fin de mantener el ritmo insensato necesario para el equilibrio
político de su régimen. Se movía como
un equilibrista diletante que sólo logra conservar
el equilibrio gracias a movimiento de oscilación
cada vez más amplios, cada vez más rápidos,
luego precipitados y vanos, y que termina, inevitablemente,
por caer. Por eso el análisis de las decisiones políticas
y militares de Hitler gana en pertinencia cuando hace abstracción
de la propaganda a ultranza sobre el futuro, y vuelve a
situar esas iniciativas con relación a sus motivaciones
inmediatas y a los efectos buscados a corto plazo.
1 Servicios administrativos de la Wehrmacht,
Puntos discutidos (mayo de 1943), NA, RG 238, box 26 (Reinecke
Files).
2 Wolf Goette (1909-1995) a su familia y a A., Archives
Wolk Goette, Praga, 1939/1942, WOGOs Briefe.
3 Birthe Kundrus, Kriegerfrauen. Familienpolitik und Geschlechterverhältnisse
im Ersten und Zweiten Weltkrieg, Hamburgo, 1995, p. 315.
4 Victor Klemperer, Mes soldats de papier: Journal 1933-1941,
París, 2000, p. 397.
5 Völkischer Beobachter, 11 de setiembre de 1939.
6 Elke Fröhlich (ed.), Die Tagebücher von Joseph
Goebbels, Munich 1997, parte I, vol. 9, p. 171 (5 de marzo
de 1941), p. 229 (6 de abril de 1941), p. 247 (14 de abril
de 1941).
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